CUENTO.
Entrados ya de lleno en pleno siglo XXI estamos conociendo
una pandemia que nos ha confinado a una gran mayoría en nuestras casas. Todas
nuestras obligaciones, costumbres, hábitos y usos los hemos tenido que ir
variando según avanzan las jornadas. Uno de los acontecimientos que hemos
tenido que suspender o modificar ha sido la Semana Santa, conocida también como
semana vacacional. Esta vez, nada de playas, ni traslados de domicilio, apenas alguna función religiosa vía
telemática. Ha tenido que ser más austera, silenciosa y personal. Un poco
parecida al estilo de antes, las de los años sesenta. Aquéllas sí que eran
Semanas Santas. Oye, que entonces por esos tiempos Jesús se moría de verdad. A
partir del jueves o viernes, no recuerdo bien que día se moría, ni nunca lo
supe, creo recordar que era el Viernes que le decían Santo, aunque a mí nunca
me salían las cuentas porque si resucitaba al tercer día se necesitaban setenta
y dos horas y claro si se moría a las tres de la tarde del viernes y resucitaba
a las doce de la noche del sábado pues las cuentas no salían pero bueno, a mis
doce años no le daba demasiada importancia y lo atribuía a los misterios que en
la época eran abundantes. La cuestión era que yo ejercía de monaguillo y aquél
año mientras se representaban los ejercicios eclesiásticos en homenaje a una
divinidad, sucedió algo que alteró la atención de todos los presentes . Cuando
el organista comenzó a tocar el réquiem las caras de todos los fieles que
llenaban el aforo se tornaron en rostros serios, graves, compungidos, incluso se sentía el llanto de lágrimas de más
que alguna señora. Eran las tres y
cuarto cuando el órgano comenzó a dar señales de perder aire y las notas parecieran
que salieran más de una bodega que de un órgano. El Párroco que estaba
oficiando las Vísperas un poco alterado me ordenó (porque entonces se ordenaba)
que subiera rápidamente al Coro y prestara ayuda al organista al que llamábamos
“Garbanzo” (sí, has acertado, era bajito
y gordo). Subí las escaleras de forma acelerada y “Garbanzo” me ordenó que le
diera al fuelle. Madre mía, pensé, era la primera vez que oía esa palabra. Fui
detrás de los tubos y lo único que se veía era una cuerda colgante que yo sabía
que era para tocar las campanas. Lo había hecho muchas veces anteriormente.
Como tardaba en dar al fuelle, el organista me gritó: ¡chaval, le vas a dar al
fuelle de una vez, a qué has venido! Y tenía razón porque el órgano parecía que
se hubiera tragado la bodega entera. Entonces fue cuando me llegó la
inspiración y me dije: a ver si estos le van a llamar también fuelle a la
cuerda de las campanas? Ante un nuevo apremio con grito incluido me llené de
valor, salté a por la cuerda y comencé a tirar de ella, arriba y abajo y esas
campanas al vuelo volviéndose locas, Talán,talán,talán, tolón , tolón tolón,..
“Garbanzo” saltó del sillón corrió hacia mí me hizo una llave sueca y
abroncándome decía: pero qué haces chaval, que estás resucitando al Cristo y no
lleva más de quince minutos muerto. En la iglesia se organizó un murmullo,
todos confundidos preguntándose qué pasaba, si se había cambiado la liturgia o
qué era todo aquello. Hubo alguno que gritaba: milagro, milagro, muerte y
resurrección en un mismo día. El organista abrió una tapa (para mi secreta) que
estaba escondida entre las maderas que rodeaban los tubos del órgano, sacó una
especie de manubrio muy bien torneado, con inscripción y todo y con las órbitas
saliéndosele de los ojos me dijo: ¡esto es el fuelle, venga dale ya! Y
afortunadamente todo volvió a su sitio. Todo se tranquilizó. Claro, ese día me
lo descontaron de la paga, pero aprendí
tan bien la palabra fuelle que ya no la olvidaría nunca. Luego pasado un
tiempo, me tocó ser futbolista y los compañeros y técnicos que tuve, todos
ellos coincidían en destacar una cualidad cual era que yo tenía mucho fuelle. Y
yo para mis adentros me sonreía y me respondía
¡Como pa no!
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